En su predicación, Jesús utiliza la imagen de la vid. Es un recurso pedagógico muy interesante utilizar imágenes. El Papa nos aconseja a los sacerdotes que las utilicemos, imitando al Señor que es nuestro modelo.
Es interesante leer el texto del profeta Isaías (5, 1-7) donde se encuentra la canción de la viña. El canto empieza diciendo que un hombre tenía una viña, y allí plantó cepas selectas, y hacía todo lo posible para cultivarla y sacarle el máximo partido.
También cada uno puede pensar en su vida: cuántas cosas ha hecho Dios por cuidarnos. Desde luego no hemos brotado de la nada, nos ha puesto en una familia, y ahí hemos sido cultivados con una buena educación, además recibimos los regalos de las amistades…
El Señor nos ha protegido en lo humano y en lo sobrenatural. Ha querido que formemos parte de sus cosas, de su Familia. Pero sigue diciendo Isaías que, pasado el tiempo, la viña le decepcionó y en vez de fruto apetitoso dio agracejos, unas uvas pequeñas, inmaduras, que no se podían comer.
Podemos preguntarnos: ¿Cómo vamos de fruto? ¿Damos el que Dios quiere? O ¿nos refugiamos en los números, en las múltiples cosas que hacemos? El Maestro nos pide que le sigamos. Hay personas que desean hacerlo, pero no han descubierto cómo.
Lo cierto es que tenemos los medios: la oración y los sacramentos. El problema es que equivoquemos los medios con el fin. Pues ser cristiano no es hacer cosas para buscar nuestra perfección.
Seguir a Jesús es ir detrás de él, hacer lo que hizo. Por eso nuestra verdadera perfección es la del amor. De ahí que el fruto maduro de nuestra vida consiste en la misericordia: un amor como el de nuestro Padre Dios.
Por eso es impropio de la vida de un cristiano que se dé el fruto amargo de la venganza o el rojo de la ira. No es ese nuestro camino, el camino de Jesús.
La historia de Israel mostraba una sucesión de «criados» que, por encargo del dueño, llegan para recoger la renta.
Jesús en la parábola habla de los malos tratos que recibieron y del asesinato del alguno de
ellos por parte de los arrendatarios. En realidad esta fue la suerte de los profetas.
Jesús describe con una parábola la paciencia de Dios, que continuamente nos manda mensajes a través de las personas que él elige como enviados suyos (cf. Mc 2).
Una y otra vez el Señor envió profetas a su Pueblo para recibir el fruto de amor de Dios, que es lo que a él le interesa. Pero en vez de tenerlos en cuenta los trataron de mala manera. Para nosotros, quizá la forma más de fácil es con la lengua, porque la mala lengua la carga el diablo y en un descuido podemos hacer mucho estropicio.
Siguiendo la parábola de Jesús, el dueño de la vid hace un último intento para ver si aquellos hombres se arrepentían, y envía a su «hijo querido», el heredero, porque piensan que a él le harán caso.
También puede esperarse eso de nosotros, que estamos al cargo de la viña que el Señor nos ha confiado, que es nuestra vida.
Y ahora podemos preguntarnos: ¿Escuchamos la voz de Dios? ¿Le hacemos caso?
En la historia que el Señor cuenta ocurre que los arrendatarios matan al hijo, precisamente por ser el heredero.
Porque lo que ellos pretenden es adueñarse de la viña a cualquier precio. En la parábola, Jesús continúa diciendo: «¿Qué hará el dueño de la viña? Acabará con los labradores y arrendará la viña a otros» (Mc 12, 9).
De ser un relato del pasado la parábola también incumbe a sus contemporáneos.
El Señor convierte esa historia en actual. Los oyentes lo saben (cf. v.12).
Es como si Jesús dijera: igual que los profetas fueron maltratados y asesinados, así vosotros me queréis matar a mí.
LA VID
Esta parábola habla de lo que sucedió: el rechazo del mensaje de Jesús por parte de sus contemporáneos; de su muerte en la cruz.
Pero también es cierto que el Señor habla de nosotros. Porque la parábola de los viñadores homicidas es también una descripción de nuestro tiempo. En esta época en la que se declara que Dios ha muerto, y que no aparece por ningún lado. De esta forma, ¡nosotros mismos seremos dios!
Por fin, el hombre moderno se ha convertido en único dueño de sí mismo y del mundo. Por fin, podemos hacer lo que nos apetezca. Porque si nos desembarazamos de Dios, ya no hay normas por encima, nosotros mismos somos la norma. La «viña» es nuestra.
En las palabras de Jesús también hay un anuncio: la viña se traspasará a otros siervos. El Señor siempre la mantendrá en sus manos, no está supeditado a los criados actuales. Esto afectaba no solo a los círculos religiosos dominantes en aquella época.
También las palabras de Jesús son válidas para hoy en día, para el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia.
Pero no afecta a la Iglesia en su conjunto. Aunque sí a algunas comunidades de cristianos, tal como se nos muestra en las palabras
recogidas en el Apocalipsis (2, 5), con las que Jesús resucitado se dirige a la Iglesia de la lo calidad de Éfeso: «Conviértete y vuelve a tu conducta primera. Si no, vendré a ti y removeré tu candelabro...». Es como si dijera, te quitaré de mi presencia.
Pero a la amenaza y la perdición del traspaso de la viña a otros criados, sigue una promesa mucho más importante. La muerte del Hijo no es la última palabra. Pues aquel a quien han matado no permanece en la muerte, no queda «desechado». Con él se dará un nuevo comienzo. Jesús da a entender que Él mismo será el Hijo ejecutado. Y predice, además de su muerte, su resurrección.
La cruz no es el final, sino un nuevo comienzo. Por eso el canto de la viña no termina con el homicidio del hijo. Pues el Señor nunca fracasa. Y si nosotros fuéramos infieles, Él seguiría siendo fiel (cf. 2 Tm 2, 13).
Dios sabe encontrar nuevos caminos por los que circule su amor misericordioso.
«Yo soy la verdadera vid» (Jn 15, 1), dice el Señor. El Hijo de Dios mismo se ha convertido en vid. Es cierto: Jesús se ha dejado plantar en
esta tierra, en el seno de una mujer. Esta vid ya nunca podrá ser arrancada, pues Jesús siempre será hombre. La imagen de la vid significa la unión de Jesús con los que vivimos con Él. La vid representa la imposibilidad de separar a Jesús de los suyos, que somos los sarmientos, los frutos de la vid.
La vocación del cristiano es «permanecer» en Jesús. Si estamos unidos a él no podemos ser arrancados ni abandonados.
Lo mismo que Jesús no puede ser abandonado de su Padre, así el Hijo tampoco puede abandonar a los suyos. Por nuestra parte, debemos purificarnos continuamente.
Para eso es la poda que realiza el Padre y así daremos más fruto. La Iglesia y cada uno de nosotros siempre necesitamos purificarnos. La purificación, tan dolorosa como necesaria, aparece en la vida de los hombres que se han entregado a Cristo.
LA PODA
Es necesario podar todo lo personal que se haya crecido desmesuradamente, para que
nos identifiquemos con Jesús. De ahí que no debiéramos sacralizar a nadie, ni a nada, si ha crecido de tal forma que no muestre la sencillez del Evangelio.
Solamente a través de la poda se recobra la humildad y con ella nos renovamos y nos haremos fecundos.
Jesús nos señala que el fruto que podemos producir como sarmientos proviene de estar con él y en él, aceptando como Jesús el misterio de la cruz.
Recordemos que la poda –que se da en la cruz de cada día– va unida a un fruto abundante. Solo a través de esas purificaciones podemos dar el fruto que el Señor quiere.
Como en Caná, el milagro de Jesús consistió en utilizar el agua de las tinajas que los judíos empleaban para la «purificación», y convertirla en un vino excepcional, así también la alegría cristiana –más excelente que la que da el vino– se consigue pisando la mala uva de nuestro yo.
Sabemos, el proyecto de Dios fue la unión del hombre con él. Un enlace nupcial con la humanidad, que se realizó en la Encarnación de Jesús.
Esa unión por Amor, esa boda, no se realizó sin sacrificio. Jesús tuvo que beber el cáliz de la pasión, para luego resucitar con gloria.
Desde entonces el Amor, el sufrimiento y la alegría de la Resurrección están unidos. Fueron necesarios para la alianza definitiva de Dios con la humanidad. De ahí que el primer milagro fuese la conversión del agua en vino. Y como ya se ha dicho, el agua de la purificación se convirtió en un vino excelente.
En nuestra vida de cristianos se dará, más tarde o más temprano, ese sacrificio que nos purifique. Pues solo el amor que ha pasado por la cruz, solo el amor purificado, solo ese amor excelente, es el verdadero fruto, que indica que estamos unidos a la Vid, que es Jesús. Pero para llevar a cabo este objetivo, el mismo Señor nos aconseja que tengamos paciencia.
LA PACIENCIA
En el capítulo 15 de san Juan (1, 10) aparece diez veces el verbo permanecer. El perseverar pacientemente en la unión con Jesús a través de todas las vicisitudes de la vida. Resulta fácil un primer entusiasmo, pero después vienen también los días monótonos, que exigen la paciencia de proseguir siempre igual, aun cuando disminuye el romanticismo de la primera hora y solo queda el «sí» de la fe. Sabemos que el fruto que debemos producir es el amor. Y la condición previa es precisamente «permanecer» en Jesús. Es san Juan en su Evangelio (cf. 15, 7) quien nos habla de la oración como un factor esencial de este permanecer.
La oración es un medio esencial para la perseverancia en el amor a Jesús. Él nos enseña que el que pide será escuchado. Sobre todo si es en su nombre. Si pedimos en nombre de Jesús, entonces, nuestro Padre nos dará todo lo que deseamos.
Y uno de los dones que el el Señor califica como fundamental es «la alegría» (Jn 15, 11) o Espíritu Santo, lo que en el fondo es la misma cosa, pues se trata del fruto de su Amor.
Es el gozo en la posesión del Amor del Padre y del Hijo lo que nos llena de una alegría tan grande, que nos anticipa el cielo, y que nadie podrá arrebatárnoslo, ni siquiera la enfermedad o las contrariedades de esta vida, pues aunque en la superficie de nuestra alma se dé el gran oleaje de las contrariedades, en el fondo -como ocurre en los océanos- tendremos una gran paz.
Porque el Espíritu Santo es el Amor, y la alegría es el fruto de la posesión del Amor. Esa borrachera alegre que experimentaron los discípulos, en oración unidos a María, aquella mañana de Pentecostés, cuando Jesús nos lo envió desde el Padre.
———————————————————————
MARCOS 2
1Se puso a hablarles en parábolas: «Un hombre plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó un lagar, construyó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos. 2A su tiempo, envió un criado a los labradores, para percibir su tanto del fruto de la viña. 3Ellos lo agarraron, lo azotaron y lo despidieron con las manos vacías. 4Les envió de nuevo otro criado; a este lo descalabraron e insultaron. 5Envió a otro y lo mataron; y a otros muchos, a los que azotaron o los mataron. 6Le quedaba uno, su hijo amado. Y lo envió el último, pensando: “Respetarán a mi hijo”. 7Pero los labradores se dijeron: “Este es el heredero. Venga, lo matamos y será nuestra la herencia”. 8Y, agarrándolo, lo mataron y lo arrojaron fuera de la viña. 9¿Qué hará el dueño de la viña? Vendrá, hará perecer a los labradores y arrendará la viña a otros. 10¿No habéis leído aquel texto de la Escritura: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. 11Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”?».
JUAN 15 1Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. 2A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. 3Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; 4permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. 5Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. 6Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. 7Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. 8Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.
El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo» (Mt 22, 2).
EL ENLACE
No es extraño que Jesús en las parábolas hable del amor humano. Pues también el resto de la Sagrada Escritura emplea ese mismo lenguaje, desde el primer libro de la Biblia hasta el último.
El Génesis relata la creación de la primera pareja y su comportamiento; y en el Apocalipsis está muy presente las bodas del Cordero. Efectivamente con la Encarnación del Hijo se dio el enlace entre Dios y el hombre, que es como una alianza matrimonial.
No en vano el primer milagro de Jesús se dio en una boda. Meditando este acontecimiento, que tuvo lugar en Caná, recibimos luz sobre esa unión definitiva entre la criatura y el Creador. Acontecimiento maravilloso que se dio en la historia humana, que había que celebrarlo con el vino, como se hace en todas las bodas. Sí, porque «el reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo».
LA MÁS BELLA CANCIÓN
Nos hemos referido al principio y al final de las Sagradas Escrituras, pues en el centro se encuentra el Cantar de los Cantares, que es uno de los libros más citados por los santos. En él se lee:
«Y ahora se encuentra [...] del otro lado de este mismo muro; ahora está mirando por cada una de las ventanas [...]. Puedo oír a mi verdadero amor que me llama: Levántate, levántate rápido,[...] levántate y ven conmigo» (Cant 2, 9, 10).
El Cantar de los Cantares es un poema de amor de una belleza lírica muy notable en el que no se cita expresamente a Dios. No es extraño que a San Agustín le pareciese un enigma.
Según algunos, el Cantar de los Cantares es la historia de una joven, llevada al harén del rey Salomón, que sigue enamorada de un joven de su misma patria.
Hace unos años vi un reportaje que trataba de la vida de una malagueña que se casó con el maharajá de Capultala.
Esta chica era jovencísima cuando conoció al maharajá. Trabajaba en Madrid, de bailarina junto con su hermana.
Pasado el tiempo se casaron. Y a esta malagueña se le cayó el alma a los pies cuando se enteró de que no era la única mujer del maharajá.
La joven del Cantar de los Cantares seguía queriendo a su verdadero amor; que se acercaba hasta el muro del harén para llamarla...
Y por fin la salva de esa esclavitud dorada de la corte, y la conduce a la libertad, y a su país natal.
Este libro ha inspirado a los santos de todos los tiempos. Recientemente san Josemaría lo cita repetidamente en su homilía «Hacía la santidad».
Los grandes místicos –al leer este libro entre líneas– han encontrado el lenguaje apropiado para expresar su amor a Dios, y el amor de Dios hacia ellos.
Así pensaba San Juan de la Cruz, que viviendo en Granada, iba con su Biblia leyéndolo y meditándolo, en su Carmen de los Mártires.
El pasaje que hemos citado del Cantar de los cantares recoge que la voz del amigo que tanto la quería y que seguía enamorado de ella.
Su voz se deja oír, repentinamente, en medio de las frivolidades de la corte de Salomón. El amigo está cerca de la pared del harén y habla suavemente «por la ventana».
Y esa voz desde la ventana nos puede venir a la cabeza, al mirar la puerta del sagrario: no pensemos que esto es fruto de la imaginación.
Oculto a nuestras ojos, este Dios escondido, a través de la puerta del sagrario, a través de esta ventana en el muro –como diría el Cantar de los cantares– nos llega una luz especial.
UNA VENTANA EN EL MURO
El Señor está detrás de nuestro muro. El muro de nuestra naturaleza enferma por el pecado que nos impide respirar los aires del paraíso, como el hombre respiraba antes de contraer el pecado. El muro del orgullo que aparta nuestro pensamiento de Dios: una barrera que se levanta todos los días. Ese muro que nos hace pensar que no necesitamos de nadie, y nos aísla en nuestra isla egoísta.
Un muro que alzamos en contra del Amor de Dios. Y por eso al quejarnos es como si dijéramos que nos molesta depender de Él.
Un muro que alzamos piedra a piedra con nuestros pecados diarios: pereza, sensualidad, enfados...
Pero a través de este muro, Dios ha abierto una ventana. Así lo dice san Pablo: rompió «el muro que era una barrera entre nosotros» (Ef 2, 14).
Por eso el velo del templo se desgarró en dos mitades en el día del sacrificio del Calvario.
Y desde ese día se unió nuestro mundo con el mundo sobrenatural. Se abrió una brecha en nuestra cárcel de oro y entró la luz. Pero la ventana no está aquí para un momento histórico: está para todo tiempo, si queremos mirar, como ahora podemos hacer.
Cuando Moisés habló con Dios en el monte Sinaí, volvió con su rostro resplandeciente, hasta el punto de que tuvo que taparlo con un velo para que los ojos de su pueblo no quedaran deslumbrados cuando le vieran.
Este hombre que era solo el embajador de Dios y que habló con él en la oscuridad, quedó iluminado. ¡Qué será ver a Dios mismo¡
Jesús cuando recorrió nuestra tierra, tuvo esa gloria estuvo oculta a los ojos de los hombres. Y ahora, que reina en el cielo, su gloria está más velada que nunca en la Eucaristía.
Un velo, eso es lo que ahora vemos que cubre el sagrario; una cortina a la que llamamos conopeo, que aparece a nuestros ojos como la tienda del encuentro que ponían los israelitas fuera de su campamento y en la que conversaban con Dios.
Como los ángeles subían y bajaban por la escala de Jacob, así nuestras oraciones se asoman por aquí a lo invisible.
Y en la ventana, detrás del muro de separación está el mismo Jesús, que ahora nos habla. Levantaos –nos dice–; daos prisa y venid. Venid lejos de esos planes que vuestro cerebro inventa para hacer tonterías.
No es que el Señor nos llame a salir de nuestras ocupaciones, y tengamos que dejar las cosas buenas de esta vida, que Él nos ha dado. Al contrario: como el rayo de sol entra por la ventana ilumina y hace visibles las motas menudas de polvo que llenan el aire.
Así los que estamos junto a esta ventana, que da a la luz de la eternidad, encontramos, en todo lo que nos rodea, un nuevo encanto.
Un nuevo significado, que un paladar acorchado por la frivolidad no podría apreciar.
Precisamente el Señor nos da la Comunión eucarística como medicina: que permite al alma mirar firmemente a la luz divina, respirar profundamente el aire de nuestra tierra verdadera.
Conforme nuestra vida avanza, el Señor nos recuerda que las cosas de este lado del muro, son poco satisfactorias. Cada día que pasa el Señor suele quitarnos los apoyos que permiten a nuestros corazones descansar en este mundo.
Hoy le escuchamos bajo el velo de su presencia sacramental. Y cada día en la oración oiremos u voz. Pedimos ahora la gracia de obedecer a sus llamadas, hasta que nos llame hacia Él, y nos haga felices al fin con la belleza de su presencia sin velos.
Por ahora tenemos a Jesús en la Eucaristía, donde se celebra el enlace de Dios con la humanidad. Estamos todos invitados a este banquete en el que el Rey del cielo celebra «la boda de su Hijo».
——————————————
MATEO 22
1Volvió a hablarles Jesús en parábolas, diciendo: 2«El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo».
En la parábola del fariseo y el publicano; Jesús nos relata la oración de dos personas que van a rezar, aunque lo hacen de modo muy diferente (cf. Lc 18, 9-14). Sin embargo es una historia de dos personas que tienen fe.
LA ORACIÓN DE DOS HOMBRES
Como le ocurrió a los ángeles, también los hombres deben decidir, entre la soberbia de creerse superiores, o la humildad de aquellos que están en la realidad.
La batalla que se libró en el cielo ahora se libra en nuestro corazón. Esa lucha, entre el orgullo y la verdad, se da en todos los ámbitos de nuestra vida: sobre todo en el trato con los demás y también con Dios.
Parece que cada uno de nosotros heredamos genéticamente el egocentrismo. Como si, «por defecto», trajésemos «de fábrica» la idea de que somos «el ombligo» del universo. Esa es la percepción que se puede tener, al mirar a derecha e izquierda y arriba y abajo: somos el centro.
No es extraña la actitud del fariseo de la parábola, al vanagloriarse de sus muchas virtudes.
Y precisamente por eso le habla a Dios tan solo de sí mismo, y piensa que así le alaba. Esto es lo que el Papa Francisco llama «autorrefencialidad».
No es cierto que seamos, en nuestro entorno, el sol que da luz a los demás seres, como pensaría Lucifer.
Y lo malo una persona así, puede que esté convencido de que los demás son egoístas, por la sencilla razón de no piensan en ella.
En su imaginación se ven ya en la cumbre más alta del Nepal entronizados en un altar de purpurina, como un dios, tan grande y gordo como su ego: la realidad es otra, dependemos de Dios y de los demás.
El publicano, en cambio, conoce sus pecados, sabe que no puede presumir de nada y, consciente de sus faltas, pide ayuda a Dios.
Quizá no es una persona de las llamadas «religiosas»: está unido al Señor con la principal ligazón, la verdad.
Porque si hacemos bien oración, nos damos cuenta de que estamos en deuda con Dios; y así, con mucha verdad, le podemos llamar «Señor»: gracias a él somos lo que somos, y no podemos valernos sin él; con esa consciencia comenzamos a hablarle, pero mediante la oración, terminamos considerándolo amigo.
Dice el poeta: «Encontré a Dios en los atardeceres, en los pájaros, en el rumor del agua, en la risa de un niño, e incluso en la conversación con un ateo; casi nunca en un hombre de iglesia». Quizá esa fue la experiencia de Jesús al tratar con muchos fariseos, y la de algún santo que se declaraba anticlerical.
Jesús comía con publicanos y pecadores. También con fariseos, aunque estos no lo entendían. Lo mismo que nosotros hemos sentido un trato frío, al vivir cerca de personas entregadas a dios, a un dios con minúscula, que no es el verdadero.
Tenía razón el filósofo cuando escribió que debajo de un templo siempre se encuentra un cementerio. Así era en tiempo de los paganos.
Sin embargo el Dios de Jesús es un Padre lleno de misericordia que prefiere habitar en nuestro corazón.
DOS MODOS DE SITUARSE
Esta parábola trata de dos modos de situarse ante Dios, pero también ante sí mismo. La verdad es que no «somos» seres solitarios, porque estamos hechos a imagen de Dios, que es un ser relacional: sin los otros, nuestra vida no está completa, no sería auténtica. Porque los seres humanos estamos pensados para la amistad.
Por desgracia, no siempre somos capaces de tratar bien a los otros. Nuestra debilidad se manifiesta en que no solo no hacemos lo que nos proponemos, sino que, a veces, incluso lo contrario.
El fariseo, situándose él mismo en el centro de todo, ni siquiera mira a Dios, solo se mira a sí mismo. En él no hay ninguna relación real y auténtica con el Señor, que a fin de cuentas le resulta superfluo.
El publicano, en cambio, se ve en relación con Dios, pero no le salen las cuentas, está con una suma millonaria en números rojos.
Se encuentra en franca bancarrota. Y al poner sus ojos en el Señor, también se le abre la mirada hacia sí mismo.
Es cierto, conocer a Dios es conocernos a nosotros, porque estamos hecho a su imagen. Por eso una forma verdadera de conocer a un padre es conocer a su hijo.
El publicano sabe que necesita misericordia, y así aprenderá de la misericordia de Dios a ser él mismo misericordioso y, por tanto, semejante a Dios.
Él vive gracias a Dios, por eso se siente inmensamente agradecido; piensa que siempre necesitará de su amor, de su perdón… Además aprenderá a transmitirlo a los demás.
UNA COSA Y OTRA
La ayuda de Dios no exime a nadie de ejercitarse en obras buenas: ni al fariseo ni al publicano. Lo que sucede es más bien lo contrario: la ayuda de Dios nos hace más humanos; el Señor potencia lo bueno y nos libera de la rigidez del voluntarismo. Así es como nos ponemos en la órbita del amor, y no del yo.
De todas formas podemos preguntarnos por qué un hombre cumplidor, como el fariseo, puede caer en esta mentira estructural. Quizá no solo habrá una razón. Vamos a meditar a las que hace referencia san Lucas.
Ahora se habla mucho de autoestima, porque hay personas que no se valoran por falta de humildad verdadera, por no estar en la realidad; no estiman lo que han recibido, sino lo que ellas tienen –o carecen– en comparación con otras.
La falta de humildad lleva a la comparación. Hay personas que salen perdiendo, las que son de autoestima baja, y hay otras que salen ganando, las de autoestima alta. Tanto unas personas como otras han puesto su confianza en sí mismos, en sus obras. En algunos casos es para llorar y en otros para envanecerse.
El fariseo se consideraba en paz con Dios porque cumplía con una serie de preceptos. Pero la perfección que nos pide Jesús no es la del «cumplimiento» (cumplo y miento) la de no tener fallos o pecados.
No es la santidad una cuestión para perfeccionistas en el terreno de la espiritualidad, porque no se trata de un empeño nuestro que, en el peor de los casos, pudiera desembocar en neurosis. Lo que nos pide Jesús es que nos parezcamos al Padre en la misericordia.
Por otra parte, es difícil que una persona que se siente satisfecha con lo que hace, pueda mejorar en algo y, sobre todo, que esté en la realidad. Considerarse justo es ya una equivocación, aunque lo que en realidad desconoce es el camino de la santidad, que es la misericordia. Es razonable que, si el fariseo no sabe que la perfección está en la misericordia, le salga el desprecio hacia los que no cumplan sus expectativas. Quizá se olvidó de que cuando niño, aunque no tenía los sabios conocimientos de la Escritura, sabía lo principal: el amor que Dios le tenía, y que le perdonaba sus travesuras, como hacía cualquier padre.
Quizá, también nosotros hemos actuado unas veces como el fariseo, y en otras ocasiones como el publicano.
Por eso estamos en disposición de comprender a los que se porten como ellos, y tomar lo mejor de cada uno: la ciencia del fariseo y la humildad del publicano.
Precisamente san Pablo que era fariseo experto en teología, tenía también la sencillez de un niño. Así fue capaz de no intelectualizar sus conocimientos, sino aplicarlos a su vida. Y atreverse en su oración a decirle a Dios, Abba, Papá.
—————————————
LUCAS 18
9Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: 10«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano.
11El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. 12Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
13El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. 14Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Con el paso del tiempo los acontecimientos se engrandecen, se van coloreando según nuestros estados de ánimo; pero hay hechos que nadie puede negar, por ejemplo, el parecido con nuestro padre, o el título que tenemos en un marco diciendo que somos licenciados, cosas que están certificadas, o son de fácil comprobación.
Hay momentos de nuestra vida en los que contamos con testigos, por ejemplo de nuestro bautismo, de la boda, de nuestros exámenes; situaciones que marcarán nuestro futuro y tienen importancia.
ALGUNAS CERTEZAS ABSOLUTAS
Pues bien, la Eucaristía se refiere al núcleo fundamental del cristianismo, por eso es esencial demostrar que los hechos que nos cuentan los evangelios se produjeron realmente.
Porque, si de verdad, Jesús no hubiera «entregado su cuerpo a los discípulos», entonces, la «Eucaristía» sería una cosa piadosa, pero no la común-unión con Dios; y de los hombres entre sí. Según la ciencia histórica, hay muchos detalles que no podemos conocer hoy en día.
Pero, sí que hay una certeza absoluta en lo que se refiere tanto a la Encarnación, a la Última Cena, a la Cruz y a la Resurrección.
Y en las cosas que no afectan a lo esencial, hay diversas hipótesis. El tiempo irá diciendo si son fiables o no, como cualquier otro suceso humano objeto de la ciencia. Por ejemplo, hoy se demuestra la paternidad no simplemente por el parecido, que puede ser equívoco, sino con pruebas de ADN, cosa que no era posible hace siglos.
Lo que afirmamos los cristianos es que la Encarnación de Jesús está ordenada a su entrega por los hombres; al igual que su muerte conducía a la Resurrección.
Hay gente que «cree en la ciencia», pero eso es contradictorio, pues la misión de la ciencia es intentar demostrar sus postulados; y, si hiciéramos actos de fe en ella, estaríamos negando su verdadera esencia, la demostración. La disyuntiva es: o demostrar o creer, pero no las dos cosas al mismo tiempo.
En este sentido la ciencia persigue la demostración. Sin embargo la fe, la confianza en los demás, no se puede demostrar habitualmente.
Pero, aunque la fe no se pueda «demostrar científicamente», no quiere decir que sea irracional sino al contrario, porque la mayoría de los conocimientos que tiene el ser humano los tiene «por la confianza», no por experiencia personal. Desgraciadamente, no he estado en el lago di Como o en New York, pero tengo la certeza de que existen.
Se da la paradoja de que hay gente que pide certezas para creer en Dios, y no las pide para «creer» en la ciencia. Y eso que la ciencia es cambiante, pues continuamente se formulan nuevas teorías.
Ahora podemos decir al Señor: –Creo en Ti, pero no porque me lo hayas demostrado, sino porque te quiero. Me fío porque te quiero.
La confianza tiene una relación muy grande con el amor, incluso algún filosofo lo ha expresado así: creer es amar, es una forma de amar. Cuando Dios nos pide que «creamos en Él», es como si nos preguntara: –¿Me quieres?
Lo mismo en el amor humano: si hay ruptura de confianza, hay ruptura de amor en el matrimonio. Eso tiene su sentido, porque uno confía en los que ama. Yo quería a mi padre, por eso me fiaba de él, y creo a mis hermanos, porque los quiero. A un amigo le diría: –No hace falta que me des muchas explicaciones, te creo sin más.
Y eso no es una ingenuidad, es que estamos hechos así, porque muchas cosas importantes de nuestra vida las conocemos a través del testimonio de otros que nos lo aseguran. En cuestiones de transcendencia, no podemos demostrar casi nada por nosotros mismos, necesitamos fiarnos de los demás.
No podemos probar personalmente, por ejemplo, que el hombre llegó a la luna, aunque tenemos esa certeza; tampoco que existió Napoleón; y así la mayoría de los conocimientos que poseemos, los sabemos porque nos fiamos de personas que los han estudiado: los conocemos por fe humana.
Tampoco sabemos con certeza absoluta que somos hijos de nuestros padres, pero nos fiamos de que fue así. E incluso, aunque conste el lugar de nacimiento, la fecha, o exista parecido físico con nuestro padre. Todo eso podría no haber sido así. Como también el día de nuestra llegada al mundo. Porque existe la posibilidad de que nuestro padre hubiera ido otro día al registro y no lo dijo, pero nos fiamos de su testimonio y el de otras personas.
Muchos de los conocimientos adquiridos por el ser humano a lo largo de su vida los asienta en la fe, en la sociedad, en su familia, que no tienen por qué engañarlos.
En la Eucaristía, sucede de forma parecida, ya que tenemos testimonios históricos que nos aseguran que las cosas fueron así.
La última certeza proviene de la fe en Dios, que nos llega a través del Amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Gracias a su ayuda, los cristianos hemos «creído». Esto sucede en la Eucaristía, la Pascua de Jesús. Para entender mejor este Misterio, necesitamos amar más, y también al revés: cuanto más entendamos, más amaremos este misterio que engloba toda nuestra fe.
PREPARACIÓN DE LA PASCUA DE JESÚS
Todo lo que el Señor había hecho anteriormente en la historia fue como una preparación para esta nueva Pascua que, como su nombre indica, era el Paso definitivo de Dios. Todo lo que podemos leer en el Antiguo Testamento es como una preparación para lo que Jesús hace en la Misa.
Lo verdaderamente original, en lo que hoy llamamos la Misa, no es que sea un nuevo rito, sino que es el mismo Dios que se entrega por ti y por mí.
Cuando uno comienza a amar a Jesús, se da cuenta de que todo lo realizado por Dios anteriormente en la historia es como una caja que envuelve este Regalo de la Eucaristía.
Por medio de este Don, Dios se nos entrega a sí mismo, porque lo que deseaba el Señor era que fuésemos como Él.
Para significar eso, está el sacrificio de Isaac, el de Melquisedec, por supuesto la pascua y el paso por el mar Rojo....
Todo fue una preparación para lo que hizo Jesús el viernes santo, muriendo por nosotros y resucitando a los tres días. Esto es lo que adelantó en la Última Cena, y que se vuelve a hacer presente en cada Misa.
Después de esta gran preparación de siglos, lo que hace Dios es instituir el sacramento de la Eucaristía, en el día de «la preparación de la pascua». Con eso, el Señor adelanta en un día la nueva Pascua de Jesús. Se lo comenté a un artista que trabaja en Finlandia y sorprendentemente me dijo: –¡Qué buen humor tiene Dios…!
No lo entendí a la primera, pero este músico formado en Francia me vino a explicar que no fue una casualidad. Dios podría haber elegido cualquier fecha para inaugurar este prodigio «Pascual» y como era «nuevo» lo hizo el día de antes, no el mismo día (según la cronología que nos relata san Juan). No había caído en ese detalle, del buen humor de Dios... A veces los niños –y los artistas– se sorprenden cuando hacen un descubrimiento y entonces se ríen. Es como si dijeran: ¡eureka! La risa surge porque los niños entienden el chiste. Los animales no se ríen aunque hagan muecas. Amar y conocer a Dios es divertido, es asombroso. Pero algunos piensan que Dios, rezar, la Misa, es aburrido porque no lo entienden. Quizá piensan que es sobre todo un rito o una devoción.
Tal vez la cronología que da san Juan es la más exacta. Este evangelista pone mucho cuidado en no presentar la Última Cena como cena pascual, y según nos cuenta, fue el jueves por la noche. El viernes, sería la ejecución de Jesús; y también la vigilia de la fiesta de la antigua pascua (cf. Jn 18, 28). Según esta cronología, Jesús muere en el momento en que se sacrifican los corderos pascuales en el templo.
Muere como el verdadero Cordero, del que esos mansos animales eran solo una figura.
La muerte de Jesús está datada sobre las tres de la tarde. El entierro debía tener lugar antes de la puesta del sol, porque después comenzaba la celebración del sábado. El evangelista lo hace constar (cf. Mc 15, 42s). La resurrección tiene lugar la mañana del «primer día de la semana», el domingo.
Los primeros cristianos entendían y así nos lo han transmitido, que la profecía que Jesús había hecho en la Última Cena sobre su muerte y resurrección hacía que estos tres acontecimientos formaran una unidad: institución de la Eucaristía, muerte y resurrección.
La última Cena –fuera litúrgicamente lo que fuese– estaba en conexión con la muerte y resurrección de Jesús: lo que hizo Jesús aquella tarde rodeado de sus discípulos era verdaderamente su Pascua. Y, en este sentido, se da la paradoja de que Él habría celebrado la Pascua y, de alguna forma, no la habría celebrado.
Desde luego no pudo practicar los ritos antiguos; porque cuando llegó el momento ya se encontraba muerto, porque aquel año se celebrarían el sábado.
Jesús se había entregado a sí mismo, y así realizó «verdaderamente la Pascua». De esta manera no se negaba lo antiguo, sino que lo cumplió realmente. Estaba claro que la Última Cena de Jesús no solo era un anuncio, sino que incluía, por la consagración del pan y el vino, una anticipación de la cruz y de su resurrección.
No es de extrañar que a la Eucaristía se la considerara muy pronto como la Pascua de Jesús. Y lo era verdaderamente.
Si hoy en día hiciéramos una encuesta sobre qué significa la Misa, algunos cristianos la describirían como una ceremonia religiosa que consta de unas lecturas, de una explicación del sacerdote, que en ocasiones es aburrida y se hace larga. Y luego está la bendición del pan y el vino, la comunión. Sin olvidarse de la colecta económica, que se hace por las distintas necesidades, como recuerda frecuentemente el oficiante, hay personas generosas que responden, aunque son una minoría. ¿Pero aquello que se ha hecho en el templo, en la Iglesia tiene alguna repercusión práctica en la vida de los que asisten regularmente los domingos?
Para contestar a esto, me viene a la cabeza la historia de un gendarme francés, que se intercambia por uno de los rehenes, secuestrados por los terroristas. El agente quiere negociar con los captores, pero la cosa no funcionó y acaba muriendo, aunque las personas retenidas terminaron salvándose.
En Francia todos pensaron que la muerte del gendarme había tenido sentido, porque murió en acto de servicio. Su familia podía estar orgullosa de él. La sociedad civil valoraba su sacrificio, pero en especial, claro está, los que se salvaron, y sus allegados, que nunca olvidarán ese acto heroico.
También Jesús fue heroico al manifestar su amor, tanto en la Cruz como en la Misa. Pero podríamos preguntarnos cuál es nuestra actitud ante el sacrificio de Jesús, que se renueva cada día ¿Estamos como los rehenes a los que salvó el gendarme, que «recuerdan» cada año aquella hazaña?
Pero la Misa no es solo un «recuerdo», sino que consiste en la «actualización» de ese acto heroico; no es solo una emotiva evocación, es la «reactualización» del hecho.
Lo más importante de la Última Cena es la «entrega de Jesús a sus discípulos en forma de pan y de vino».
De la tradición hebrea nos llega el concepto del expiación. El sacrificio expiatorio se hacía principalmente por medio de la sangre de una víctima. A través de este intercambio, los pecados eran perdonados por la Divinidad. Y lo que no podría hacer el sacrificio de un animal, iba a realizarlo el Hijo de Dios. Todo lo antiguo era una preparación para la Pascua definitiva, el verdadero paso del Señor.
Y así fue: Jesús pasaría de este mundo al Padre, a través de su muerte. Si tuviéramos que sintetizar las palabras de Jesús en la Última Cena, nos encontraríamos con que todo lo que va a realizar Jesús, lo hace movido «por vosotros y por muchos». El porqué de su auto-entrega éramos nosotros, la expiación la realizaba en nuestro lugar.
Es impensable que un simple rabino «fuera capaz» de atreverse a tanto dice Benedicto XVI. Tampoco lo que realiza era compatible con la idea de que el Maestro fuese un político revolucionario (cf. Jesús de Nazaret I, 141-142).
Jesús nos redimió a través de un sacrificio expiatorio, derramando su Sangre por nuestros pecados, y todo eso se realizaría en la Última cena, bajo la forma de pan y de vino.
Indudablemente, era un anticipo de su pasión y muerte. Pero, con la muerte vendría también la Resurrección, por eso el Pan y Vino que Jesús entrega en la Última Cena era un anticipo de la felicidad del cielo.
Jesús anuncia la cercanía del reinado de Dios, la misericordia, y muchos le seguían. Hasta que llega un momento en que, después de hablarles de la Eucaristía, viene la gran desbandada de sus discípulos: casi todos le dan la espalda. Solo los Doce permanecen (cf. Jn 6).
El anuncio de la muerte y resurrección cada vez se verá más claro. Lo predijo Jesús después de la segunda multiplicación de los panes y de la confesión de Pedro (cf. Mc 8, 31-9, 50).
CRUZ Y LUZ
En la basílica de san Juan de Dios, corazón de la Orden Hospitalaria, donde descansan los restos de este santo, destaca el sagrario barroco en las que están grabadas unas palabras, que, según es fama, escuchó de labios del mismo Jesús. El Señor le dijo: «Juan, Granada será tu cruz». Y en el mismo sagrario, se puede apreciar también la imagen de la fruta con sus «granos», símbolo de esa Ciudad andaluza, coronada por una cruz.
Como es sabido João –que así era llamado por sus padres– nació en Montemor-o-Novo y murió santamente en Granada. Por eso esta fruta forma parte del escudo de su Orden. El símbolo es profundo, puesto que la «granada», según la mentalidad medieval, es signo de vida. En el cristianismo toma un significado más completo, pasa a ser símbolo de resurrección y gloria.
Su terminación en forma de corona, la hacen ser alegoría de la victoria en Cristo. Lope de Vega dedicó a aquel santo una de sus obras y en ella evoca el pasaje cuando Juan escuchó al Señor, en un pueblo llamado Gaucín:
«Allí viste la Cruz, y la granada (Símbolo al fin de su costado abierto) Tus hijos, Juan de Dios, fueron sus granos, Allí quedó la Caridad fundada»
(En Antonio Alarcón Capilla: La Granada de Oro. San Juan de Dios, Madrid 1950, p. 8).
Un cronista de la Orden Hospitalaria escribió a propósito del escudo de esa institución: «La Cruz, sobresaliendo de la granada representa el espíritu de sacrificio, que nace de la caridad. La caridad y la cruz son compañeras inseparables: amar es inmolarse» (Fray Luciano del Pozo, Vida de San Juan de Dios, Madrid 1913, 54).
Y es cierto, en el mensaje de Jesús, la cruz se ve ya desde el comienzo de su vida pública. En el evangelio de san Mateo, en la predicación de Jesús se encuentra el Sermón de la Montaña con las Bienaventuranzas, en las que la cruz aparece con toda claridad: «Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos…» (Mt 5, 10ss).
En la vida de un cristiano aparecerá la cruz. Y desde luego en el principal acto de culto, en la Misa, se actualiza cada día ese sacrificio.
Desde el comienzo del camino de Jesús se dio el «rechazo», como dice el evangelio, al hablarnos de la reacción de los habitantes de Nazaret por las palabras de Jesús en la sinagoga (cf. Lc 4, 16-29). Sus paisanos se pusieron furiosos. No entendían cómo el artesano se daba tanta importancia; y sus palabras eran consideradas totalmente pretenciosas. Y enseguida lo expulsaron fuera de la ciudad: «Lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo» (Lc 4, 29). San Lucas,
que ha redactado con gran cuidado su evangelio, ha puesto de forma consciente esta escena, como una especie de título para toda la obra de Jesús: donde se da la cruz y la luz).
Si vas a Granada no dejes de visitar la ermita de los tres Juanes. Desde ese lugar se puede divisar un panorama de la ciudad Alhambrada, con su vega y, de fondo, la Sierra Nevada o pelada, da igual, porque la vista es maravillosa. El lugar se llama así por los tres Juanes históricos.
Del primero ya hemos hablado, del segundo, Juan de Ávila, apóstol de Andalucía, puede dar testimonio Teresa de Ávila y es famoso en la Ciudad de Granada por sus sermones: uno de ellos tuvo la virtud de convertir a Juan de Ciudad en el «loco» Juan de Dios.
Y el tercer protagonista de la ermita es otro que tiene que ver con la cruz. Es uno de mejores poetas líricos de nuestras letras y que firmaba con el nombre de Juan de la +. En el famoso Carmen de los Mártires este místico escribió lo más «granado» de su producción literaria. Pero no hablaremos de la historia del prior del Carmelo de Granada, sino de uno de sus pensamientos que se han hecho eternos. «El que no busca la cruz de Cristo, no busca la gloria de Cristo» (Dichos de Amor y de Luz, 101). La cruz y la luz en nuestra vida no son dos caras de la misma moneda, son parte de la misma cara. Sin cruz no habrá luz. Buscar al Señor, este es nuestro propósito. Pero vemos que su vida es un camino al calvario, camino también de la gloria.
 | |
Dios nos envía la semilla de su palabra de muchas formas. Desde luego los cristianos oímos la voz del Señor en la principal de nuestras celebraciones, en la Misa, en la que asistimos a la liturgia de la palabra.
También cuando individualmente leemos las Sagradas Escrituras de alguna forma él nos habla, sobre todo si meditamos esos textos en la oración.
LA SEMILLA
Es en el silencio donde podemos escuchar su voz, que rara vez habla con palabras sino subrayando nuestros pensamientos, pues en ellos suele estar él si nos dan la paz.
También en la conversación con los demás hay frases que nos hieren interiormente, como si fuesen aldabonazos, llamadas que Dios nos hace a través de otras personas.
Leyendo un libro, viendo una película, mientras ordenamos la habitación o nos arreglamos, el Señor a través de su ángel nos envía mensajes, de los que seremos más fácilmente conscientes, si reservamos diariamente un rato para meditar.
Eso puede costarnos, porque en nuestra alma, como en un lago, solo se refleja el cielo si el agua no está removida. Pero el mismo hecho de estar a solas con Dios ya nos apacigua.
De todas formas, la palabra que escuchamos, no se siembra en nuestro interior sin esfuerzo, ni da fruto sin sufrimiento; ya san Pablo habla de «dolores de parto» (Rom 8, 22).
Tratándose esta siembra de una labor costosa, hemos de considerar en primer lugar la tierra donde se da el fruto, después la cizaña que aparece; y desde luego el sueño inoportuno de los hombres, y por ultimo la impaciencia de esos que colaboran con Dios.
LA TIERRA
Como la palabra de Dios, que cae en buena tierra, siempre da fruto (cf. Lc 8, 8), esta es precisamente la misión que tenemos confiada: preparar nuestro corazón para que sea un lugar adecuado para la siembra.
Hay gente que no escucha a Dios a causa de sus caprichos, de los agobios, y de la superficialidad.
La tierra de nuestro corazón puede estar llena de piedras, que son los caprichos interiores que hacen que no arraigue la palabra de Dios, al ir a nuestro aire y no atender a lo que nos llega del Otro.
También están las zarzas de las preocupaciones excesivas, esos agobios que ahogan la semilla, porque nos quitan la paz.
Y la superficialidad, por la que nuestro corazón se ha convertido en un lugar de paso, un camino que puede transitar cualquier idea.
LA CIZAÑA
No solo nuestra tierra tiene que estar preparada, sino que debemos estar alerta para que no arraigue la cizaña que siembran nuestros enemigos: sospechas con respecto a los demás que nos llevan a prejuicios, juicios previos que condenan antes de que alguien actúe, incitaciones a los enfados, mentiras que desunen, etc. Todo lo que llamamos encizañar.
Nos cuenta la parábola que «cuando la hierba creció y dio fruto, apareció también la cizaña» (Mt 13, 26). Porque un hombre llegó allí, a escondidas, y arrojó esa mala hierba en medio del sembrado.
Es interesante que meditemos que, en nuestra alma, el mal sobresale sobre el bien que realizamos, a veces aparece «más», y otras veces no despunta, pero está «entre» el bien y allí permanece camuflado.
El Señor quiere que estemos atentos, no suceda que echemos a perder el buen trigo con el mal que siembra el enemigo. Las palabras de Jesús expresan esa realidad: entre el buen trigo, brota la cizaña. Entre la virtud, se encuentra también el orgullo, la pereza, la ira.
No es del todo raro, que entre personas piadosas, se de el desprecio hacia las que no son como ellas.
También hay que vigilar para que, en medio del sacrificio, no aparezca el mal de la vanidad, que nos insinúa nuestro enemigo.
Todos sabemos que, en el campo de un cristiano, nada hay más grande que el amor. Y, sin embargo, también sobre esta virtud, que es reina de las virtudes, se encarama la cizaña.
¡Cuántas veces pasa de contrabando por amor lo que es egoísmo, y algunas veces refinado egoísmo! Y ese orgullo, al crecer, ahoga nuestro cariño.
El amor, en efecto, para que sea auténtico, ha de ser ordenado. Por eso nuestro enemigo siembra desorden: que nos preocupemos más de un desconocido, que de un hermano nuestro…
El descanso o el trabajo son grandes bienes. Pero si el enemigo siembra la cizaña del desorden, entonces esa actividad, en principio «buena» desplazará el trato con Dios o con los demás.
Si nuestro afán por la puntualidad y el orden llega a ser amargo, es que la mala hierba se ha introducido en nuestra alma.
Sería conveniente recordar que el Señor refrenó la impaciencia de dos de sus discípulos que, por lo intensos que eran, fueron llamados «los hijos del trueno» (Mc 3, 17).
Ellos querían hacer caer fuego del cielo para castigo de los habitantes de una ciudad, porque no recibieron a Jesús, igual que en la actualidad, que tanta gente pasa de él, lo ignora. Y ante esta actitud aquellos dijeron:
«Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?» (Lc 9, 54-55).
Y, Jesús «se volvió y los regañó» (Ibid. 9, 55). Porque no sabían que, llevando los defectos ajenos, se demuestra fundamentalmente nuestro amor.
Efectivamente en nuestro día a día, nos encontramos con gente que no quiere nuestra amistad, incluso nos ignora, notamos la frialdad de su comportamiento, y eso que se llaman cristianos. Así que puede venirnos la tentación de pagarles con la misma moneda.
Hemos de apiadarnos de su mal carácter o de su escasa inteligencia. Y tener la venganza de «apedrearlos» con nuestra oración. Pedir por ellos, en primer lugar; y pasar de largo, como hizo Jesús. Aunque también puede suceder que seamos nosotros los que actuemos mal, con nuestra pereza y luego, queramos arreglarlo de forma tajante.
Porque, a veces nos sucede que, primero no cumplimos con nuestro obligación, y más tarde, para intentar contrarrestar nuestro descuido, nos pasamos por el otro lado. Nos enardecemos, como esos dos apóstoles y querríamos hacer más de la cuenta.
Esto es lo que se deduce de la parábola: los labradores faltaron primero a su deber, por que se duermen, y luego hubieran querido pasarse por el otro extremo, arrancando la cizaña antes de tiempo.
Pero entonces el dueño del campo dice unas palabras moderadas: esperad a la siega.
Y así como el mal aparece, si los hombres no estamos vigilantes y nos adormilamos, también el amor por la verdad y por el bien, si no está bien enfocado, puede transformarse en fanatismo, al no distinguir, entre el pecado y el pecador, entre el error y los que yerran.
De igual forma puede ocurrir, que actuemos como si el bien, cuando no lo realizamos nosotros no sea tan bueno.
Con nosotros seríamos muy condescendientes, con los demás muy críticos.
Y para terminar, recojamos de esta parábola dos consejos, para evitar que el mal ahogue el bien en nuestra vida. El primero es el de la vigilancia, para evitar el descuido «mientras los hombres dormían».
Quizá, en nuestro caso, lo que favorece al enemigo sería el sueño, que nos impide examinarnos por la noche. Porque necesitamos conocernos a nosotros mismo para desechar todo lo que nos encizañe.
El segundo consejo que Jesús nos ofrece se refiere a la paciencia, con nosotros mismos y con los demás, porque nos dice el Señor «con la paciencia poseeréis vuestras almas».
El precio último que hay que pagar para querer a los demás es la paciencia. Paciencia que es humilde siempre. La paciencia que no se enfada, que no quiere sustituir los planes de Dios por nuestros planes.
De esto sabía mucho nuestra Madre la Virgen, como todas las madres. A ella le pedimos que nos ayude a hacer todos los días el examen, y a tener paciencia con nosotros mismos y con los defectos de los demás.
————————————————————
MATEO 13
3Les habló muchas cosas en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. 4Al sembrar, una parte cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se la comieron. 5Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y como la tierra no era profunda brotó enseguida; 6pero en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. 7Otra cayó entre abrojos, que crecieron y la ahogaron. 8Otra cayó en tierra buena y dio fruto: una, ciento; otra, sesenta; otra, treinta. 9El que tenga oídos, que oiga».
24Les propuso otra parábola: «El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; 25pero, mientras los hombres dormían, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. 26 Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. 27Entonces fueron los criados a decirle al amo: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?”.
28Él les dijo: “Un enemigo lo ha hecho”. Los criados le preguntan: “¿Quieres que vayamos a arrancarla?”. 29Pero él les respondió: “No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo. 30Dejadlos crecer juntos hasta la siega y cuando llegue la siega diré a los segadores: arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero”».
—————————————————————
LUCAS 8
4Reunida una gran muchedumbre gente que salía de toda la ciudad, dijo en parábola: 5«Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros del cielo se lo comieron. 6Otra parte cayó en terreno pedregoso, y, después de brotar, se secó por falta de humedad. 7Otra parte cayó entre abrojos, y los abrojos, creciendo al mismo tiempo, la ahogaron. 8Y otra parte cayó en tierra buena, y, después de brotar, dio fruto al ciento por uno». Dicho esto, exclamó: «El que tenga oídos para oír, que oiga».El sentido de la parábola es este: la semilla es la palabra de Dios. 12Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven. 13Los del terreno pedregoso son los que, al oír, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan. 14Lo que cayó entre abrojos son los que han oído, pero, dejándose llevar por los afanes, riquezas y placeres de la vida, se quedan sofocados y no llegan a dar fruto maduro.
More Recent Articles
|