La esperanza de los cristianos. Los paganos de la antigüedad adoraban a unos dioses arbitrarios e injustos, que no prometían la felicidad en esta vida, y menos en la otra. San Pablo recuerda a los de Éfeso, cómo antes de su encuentro con Jesús no ...
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"FORO DE MEDITACIONES" - 5 new articles

  1. ESPERANZA I
  2. XV. CHICAS VELANDO
  3. XIV. NIÑOS GRITANDO
  4. XIII. LA DESCARRIADA
  5. XII. LOS LOBOS
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ESPERANZA I

 

La esperanza de los cristianos

Los paganos de la antigüedad adoraban a unos dioses arbitrarios e injustos, que no prometían la felicidad en esta vida, y menos en la otra. 

San Pablo recuerda a los de Éfeso, cómo antes de su encuentro con Jesús no tenían «ni esperanza ni Dios» (Ef 2,12). 

El Apóstol sabía perfectamente, que ellos antes de convertirse habían profesado una religión, pero sus dioses eran poco fiables y sus mitos contradictorios. Por eso, a pesar de haber tenido unos dioses, estaban «sin Dios», y en aquel momento se encontraban con un presente angustioso y un futuro sin esperanza. 

Hay un epitafio de esa época que muestra visión del mundo que tenían esa pobre gente, dice así: «iQué pronto volvemos a la nada, los que venimos de la nada!». «In nihil ab nihilo quam cito recidimus» (cf. Corpus Inscriptionum Latinarum, vol. VI, n. 26003).

La vida sería considerada como un corto paréntesis entre la nada y la nada. Este era uno de los grandes efectos de esa visión de la vida, su incapacidad de generar esperanza. 

En el mismo sentido, san Pablo les dice a los Tesalonicenses: «No os aflijáis como los hombres sin esperanza» (1 Ts 4,13). 

Con el paso del tiempo la religión del Estado romano acabó convirtiéndose en una «religión política», que consistía  en la practica de unas ceremonias, que se cumplían escrupulosamente. Y es que el racionalismo de esa época había relegado a los dioses al ámbito de lo irreal o mitológico. Lo divino se veían en las fuerzas de la naturaleza, pero no existía un Dios al que se pudiera rezar. 

San Pablo expresa esta situación cuando contrapone la vida «según Cristo», a una vida bajo el imperio de los «elementos» de la naturaleza (cf. Col 2,8). 

Como diciendo que no son los elementos de la naturaleza los gobiernan el mundo, la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la inteligencia, la voluntad, el amor: una Persona. 

Entonces nuestra vida no es el simple producto de las leyes y de la casualidad, sino que en todo hay una voluntad personal, hay un Espíritu que se ha revelado como Amor.


La esperanza de los cristianos

La fe en Jesús supuso una explosión de alegría en ese mundo cansado de la antigüedad. No era una creencia triste, sino que prometía la certeza de la salvación, de la liberación de ese mundo injusto (cf. Rm 8,24). 

La fe cristiana está tan imbuida de esperanza que, en muchos pasajes de la Sagrada Escritura, estas dos virtudes se identifican. Fe y felicidad también están unidas.

Así la esperanza fue un elemento distintivo de la fe de los cristianos: creían que su vida no acabaría en el vacío. 

Podemos decir también, que el Evangelio no era solamente una «buena noticia», una comunicación de contenidos, sino un mensaje que cambiaba la vida diaria. Jesús hizo que sus seguidores viviéramos una vida nueva, al mostrarnos ese camino esperanzador. 

Para los primeros cristianos el Evangelio no traía un mensaje socio-revolucionario como el de Espartaco. Jesús no era un combatiente por una liberación política como Barrabás. Lo que Jesús había traído, era algo totalmente distinto: el encuentro con el Dios vivo. 

Esta novedad del Evangelio aparece claramente en una carta personal, que san Pablo escribe en la cárcel, y la envía con Onésimo, un esclavo, que había huido. 

San Pablo devuelve el siervo a su dueño, a Filemón, escribiéndole: «Te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado en la prisión [...]. Te lo envío como algo de mis entrañas [...]. Quizá se apartó de ti para que le recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor: como hermano querido» (Flm 10-16). 

Aquellos hombres que socialmente se relacionaban entre sí como dueños y siervos, sin embargo, por ser miembros de la Iglesia, se habían convertidos en hermanos, y así se llamaban mutuamente los que seguían a Jesús. Pues habían vuelto a nacer, mediante el Bautismo. Y gracias a la fe vivían como hermanos, aunque por el momento las estructuras externas de la sociedad permanecieran iguales. Pero ellos fueron cambiándolas desde dentro. 

Los cristianos reconocen que la sociedad actual no es su ideal: son peregrinos en esta tierra y añoran su patria definitiva (cf. Hb 11,13-16; Flp 3,20), 

Pero la Carta a los Hebreos no habla solamente de una esperanza futura. Es cierto que los cristianos pertenecen a una sociedad nueva, en la que están en camino, pero ellos mismo la anticipan aquí en la tierra con su actuación.

Los sarcófagos de los primeros tiempos del cristianismo muestran visiblemente la visión de un mundo, conducido por un Dios personal. En esos enterramientos aparece la figura de Jesús mediante dos imágenes: la del filósofo y la del pastor. Jesús era el Logos de los filósofos o el Pastor de la Biblia.

El filósofo, en aquella época, era el que enseñaba la sabiduría: el arte de ser hombre. En los sarcófagos cristianos nos encontramos a Jesús, llevando el Evangelio en una mano y en la otra el bastón de caminante propio del filósofo. 

El Evangelio llevaba a todos los ambientes la verdad que los filósofos deambulantes habían enseñado en falso. Y como muestra esta imagen, por la predicación de los cristianos, tanto las personas cultas como las sencillas se encontraban a Jesús. Verdaderamente era él, quien nos enseña quién es en realidad el hombre. Él indica también el camino más allá de la muerte, y por eso lo ponen en los sarcófagos.  

Lo mismo puede verse en la imagen del pastor. Como dice el salmo: «El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo... » (Sal 23 [22],1-4). 

El verdadero pastor es Aquel que es capaz de llevar a sus ovejas a través de los barrancos tenebrosos, el que conoce el como pasar por el valle de la muerte; Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos en ese trance. Y por eso «nada temo» (cf. Sal 23 [22],4). Esta es la nueva «esperanza» que nació con el cristianismo.


La sustancia de la esperanza 

En la Carta a los Hebreos (v. 11, 1) se encuentra una definición de la fe unida con la esperanza. Dice así: «La fe es la substancia de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve».

Los teólogos han entendido que la fe que Dios nos infunde es una disposición de nuestro espíritu, por la que nuestra inteligencia se siente inclinada a aceptar realidades sobrenaturales. Así, por la fe, estaría ya presente en nosotros la vida verdadera, aunque de manera incipiente, «en germen». Y precisamente porque esa realidad ya está presente la fe no da ya algo de lo que esperamos, y eso que recibimos representa una «prueba» de lo que aún no se ve. Por eso, la fe atrae el futuro dentro del presente.

En la Carta a los Hebreos (34,10) se habla a los cristianos que han padecido persecución, diciéndoles: «aceptasteis con alegría que os confiscaran los bienes, sabiendo que poseías  otra substancia».

Las propiedades, el sustento, la «sustancia», con la que se cuenta para la vida, es lo que se le quitó a los cristianos durante la persecución. Y lo soportaron porque habían encontrado una «sustancia» mejor, que nadie les puede arrebatar.

Se crea una libertad ante esta sustancia material, aunque los cristianos no negaran su importancia. Esta nueva libertad se puso de manifiesto a la hora del martirio, pero sobre todo en las grandes renuncias de algunos cristianos de todos los tiempos, que han dejado todo por amor a Jesúsº.

En estos casos se con-«prueba» que la «sustancia espiritual» a los que aquellos se acogen está ya presente en ellos y transforma la realidades de que las realidades presentes, gracias a su vida de entrega.  

La esperanza era ya una característica de los fieles en Israel, tantos siglos aguardando el cumplimiento de las promesas de Dios. Y luego, con la llegada de Jesús, la esperanza se transforma, porque él nos comunica la «sustancia» de las realidades futuras y así adquirimos una nueva certeza, que producirá en los cristianos una fortaleza y valentía nuevas, incluso ante la muerte. 

Pero la esperanza también sostenía su vida. Porque el anuncio del reino de Dios no solo era un mensaje «informativo», como el nombre de «evangelio» significaba, era un anuncio con fuerza para realizar un cambio y así lo expresaba esa palabra tomada de la legislación romana.


La fe es la sustancia de la esperanza por la que aspiramos a poseer la vida eterna. Pero ¿de verdad queremos vivir eternamente? Seguir viviendo para siempre –sin fin– parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sería al final insoportable. Esto es lo que dice precisamente, por ejemplo, san Ambrosio en el sermón fúnebre por su hermano : 

La vida del hombre, condenada por culpa del pecado a “un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar un fin a estos males[...] La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia». 

Obviamente, hay una contradicción: Por un lado, no queremos morir. Por otro lado, sin embargo, tampoco deseamos seguir existiendo ilimitadamente. 

No sabemos lo que queremos realmente; no conocemos esta «verdadera vida» y, sin embargo, sabemos que debe existir un algo que no conocemos y hacia el cual nos sentimos impulsados.

   

XV. CHICAS VELANDO

 


Jesús nos habla de la importancia de ser prudentes, estar siempre en vela. Porque en esta tierra comienza ya la vida perdurable y nos preparamos para nuestra situación definitiva en la eternidad. 



VELAD


En una de sus parábolas, cuenta la historia de diez chicas jóvenes invitadas a una boda. Como era costumbre esperaban al novio con lámparas encendidas, para entrar junto con él en la celebración. 


Cinco de las jóvenes iban con aceite de repuesto en sus vasijas. A esas se les llama prudentes, porque estaban preparadas, por si surgía algún imprevisto. 


Las otras cinco chicas se presentaron sin aceite de repuesto, por eso se les llama imprudentes. Como el novio se retrasaba, las diez se quedaron dormidas. Finalmente, a la medianoche oyeron que avisan sobre su llegada. 


Las vírgenes necias representan a las personas que han escuchado el evangelio, simpatizan con sus enseñanzas, pero no ponen los medios para llevar a la práctica la verdad que han conocido. Por eso son imprudentes. 


Quizá la emotividad domina su vida y se dejan llevar por los estados de ánimo. En su horizonte vital no está, habitualmente, la preocupación por los asuntos de los otros, y acaban siendo esclavas de su yo. Viven en un despiste existencial. 


Las prudentes por su parte han interiorizado el mensaje y tienen paz en su conciencia. No carecen de fallos y pecados, pero poseen la virtud que hace que todo su potencial interior esté dirigido a lo importante. 


Algunas que además poseen la base humana, llegan a la cima de la madurez espiritual porque intentan llevar a la práctica la verdad «con caridad». En resumen están preparadas para la eternidad. 


El novio representa a Jesús que, al hacerse hombre, ha realizado la unión entre Dios y la humanidad. Es  el  misterio  que se desveló en la boda de Caná. Allí convirtió el agua, que se empleaba para la purificación, en  vino, alegría de las fiestas, en especial de las bodas. 


Los cristianos somos la luz del mundo. Jesús nos pide poner nuestra lámpara en un lugar visible para que alumbre a todos los de nuestro entorno.

 

El aceite es el amor que poseemos. Además, la prudencia nos lleva a conseguir un repuesto extra, que pedimos al Espíritu Santo, autentico proveedor del Amor. 


El resto de la parábola nos es muy conocido. Todas se levantaron y prepararon sus lámparas para salir al encuentro del novio. Y sucedió que las lámparas de las imprudentes se apagaban porque ya no les quedaba suficiente aceite. Ellas intentaron convencer a las otras cinco para que compartieran con ellas el aceite extra que tenían. Las cinco prudentes les dijeron que era mejor que fueran a comprar, porque corrían el riesgo de quedarse todas sin aceite. Y así lo hicieron. 


Pero mientras compraban, llegó el novio. Las cinco vírgenes previsoras entraron con él a la celebración  de  la  boda, y  luego  se  cerró  la puerta. Cuando regresaron las otras cinco, se encontraron con la puerta cerrada. 


Intentaron convencer al novio para que abriera la puerta, pero él no lo hizo y ellas se quedaron fuera.


Al terminar de contar la parábola, Jesús dio la siguiente advertencia a sus discípulos: «Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora». 



LLEVAR A LA PRÁCTICA LA VERDAD


A aquellas cinco les impide entrar el atolondramiento, la superficialidad, en definitiva, la falta de la prudencia.  


Esta virtud es fundamento de las restantes virtudes humanas. Consiste en la potencia de espíritu que nos facilita conocer el bien y los medios para alcanzarlo.


Las virtudes son una manifestación de la santidad —que el santo posee, y por eso se estudian en los procesos, porque son cuestiones cuantificables y en cierta medida se pueden comprobar y probar—, pero la raíz de la santidad no está en las virtudes. 


La virtudes son manifestaciones de que hay santidad, pero no se puede cifrar en ellas la santidad misma, pues la salvación no nos llega por Aristóteles, ni tan siquiera por la ciencia teológica en cuanto tal, sino por la persona de Jesucristo.


La prudencia es la virtud soberana, la virtud reina de la conducta. Rige y gobierna los actos de los hombres. Una acción es buena cuando es prudente, cuando está conducida por la verdad. Por el contrario, para el voluntarismo la base donde se apoya el bien es el deber. Pero el bien no está enraizado en el deber sino en la realidad, en la verdad. 


No deberíamos hacer las cosas porque estén «mandadas». Deberíamos realizarlas porque «objetivamente» sean buenas. Hacer el bien es una cosa distinta de cumplir un mandato. El bien no se identifica siempre con el cumplimiento de un mandato. 



CON AMOR


Es necesario velar, estar despierto, no olvidar nunca lo importante, pues nuestra vida es una larga espera en la que hemos de mirar los sucesos desde Dios. Su fin principal sería atesorar amor, ese aceite que procede del Espíritu divino. El hombre prudente, el justo, en una palabra, el bueno, es el que atesora en su interior esa caridad. 


El aceite de repuesto, que poseen las vírgenes de la parábola, haría referencia a un grado superior de amor. Ese grado de aceite «extra virgen», hace que el que lo posea tenga un «complemento» a la simple naturaleza. De ahí que la visión de las personas verdaderamente prudentes se vuelve «sobre» natural. 


Tienen la facultad de mirar las cosas desde Dios, y así relativizan los acontecimientos de este mundo.


Al crecer en ellos la caridad, poseen una perspectiva, que no es fruto de un desengaño y despego por lo humano, sino de un amor sobrenatural que pone lo humano en su sitio. 


Esa prudencia de carácter superior, que pone en su lugar —relativizando— las cosas del mundo también cuenta con la prudencia ordinaria, como no podía ser de otro modo, pues la santidad está siempre unida a verdad.


Quizá un resumen de la prudencia perfecta la da  la  carta  a los Efesios (4, 15) cuando afirma que conviene llevar a la practica la verdad con caridad. 


«Haciendo la verdad», porque la verdad no es solo para decirla, sino para hacerla realidad con amor: la prudencia del hombre perfecto consiste en transformar la verdad en acción, teniendo el punto de mira dirigido a Dios. 


Y si mirábamos a la Virgen prudentísima, que realizaba la voluntad de Dios con alegría, podemos pedirle: –Madre nuestra, que las necias sean prudentes, y las prudentes, simpáticas.


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MATEO 25


1Entonces se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. 2Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. 3Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; 4en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. 5El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. 6A medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!”. 7Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. 8Y las necias dijeron a las prudentes: “Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas”. 9Pero las prudentes contestaron: “Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis”. 10Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. 11Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: “Señor, señor, ábrenos”. 12Pero él respondió: “En verdad os digo que no os conozco”. 13Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora».




   

XIV. NIÑOS GRITANDO

Jesús emplea una parábola para hacer ver lo absurdo y contradictorio de la  conducta de sus contemporáneos (cf. Mt 11, 16-19). 


¿A quién compararé esta generación? Se asemeja a unos niños sentados en la plaza, que gritan diciendo: “Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos entonado lamentaciones, y no habéis llorado”» (11, 16-17).


Aquellos hombres desacreditan a los enviados de Dios para no tener que hacerles caso. 


El colmo es que a uno no lo creen porque lo consideran una persona excéntrica, y a otro porque actúa con normalidad. Conviene que meditemos esta parábola porque, de alguna manera, nos concierne a todos.



ESTA GENERACIÓN 


Somos hijos de nuestro tiempo, respiramos un mismo ambiente y  no podemos vivir de espalda a él. Es muy humano adaptarse a las opiniones generalizadas del entorno en el que vivimos. 


Lo queramos o no estamos influenciados por lo que oímos y experimentamos. Nuestra persona se compone indudablemente de nuestro yo, pero también de las relaciones que tenemos con los otros y con el medio en el que vivimos. Somos hijos de nuestros padres y también de nuestro tiempo, de nuestro país, de la cultura occidental u oriental. 


No es lo mismo haber nacido en el siglo I que en el XXI, porque estamos condicionados por la técnica, por los descubrimientos de la tecnología. O haber nacido de unos padres cultos o superficiales. 


Todo nos influye. Y lo  que parece bueno puede facilitar nuestra flojera o lo malo espolear nuestras buenas cualidades. Aunque quisiéramos no podemos aislarnos de las circunstancias en las que desarrollamos nuestro yo. Pues aunque huyéramos del ambiente estaríamos  posicionándonos  a  favor  o en contra de él: siempre lo tendríamos que tener en cuenta.



NUESTRO CONTEMPORÁNEO 


Cada generación posee una forma peculiar de actuación, aunque todas las épocas tendrán aspectos comunes: la mentira siempre estará mal vista; una persona egoísta acabará sola con el paso del tiempo; los bienes ajenos siempre serán codiciados. 


La superficialidad llevará a alabar a los triunfadores y abandonar a los que hayan tenido un revés de fortuna. Se buscará ser actual, estar al día, aunque el hombre será siempre moderno. Podrán mejorar aspectos de la calidad de vida, quizá otros empeorarán. 


El ser humano podrá vivir más años, pero nunca tendrá una vida perdurable en esta tierra. Y en lo esencial no ha cambiado ni cambiará. 


La doctrina de Jesús y su Persona son de ayer, de hoy y de siempre, tienen validez para todo tiempo. Se podría decir que, en cierto sentido, todos somos sus contemporáneos. Y al hablar de «esta generación», no solo se refiere a la suya propia. 


En lo básico seguimos con los mismos problemas: egoísmo, superficialidad... Y al vivir en sociedad también huimos de ser considerados excéntricos o raros, pues tenemos miedo a ser excluidos.


La contrapartida es que también tenemos las mismas soluciones: generosidad, capacidad de escucha…   


Jesús dice: «¿A quién compararé esta generación? Se asemeja a unos niños sentados en la plaza, que gritan diciendo: “Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos entonado lamentaciones, y no habéis llorado”» (Mt 11, 16-17). 


No es solo que no hagan caso, sino que le echan la culpa al mensajero. De Juan el Bautista dicen que «tiene un demonio», debido a lo que consideran excentricidades. Y del mismo Jesús dicen que es un comilón y bebedor, porque actúa con normalidad (cf. Ibid., 11, 18) .


Ya se ve que no debemos preocuparnos excesivamente de lo que piensen los demás. Pues hagamos lo que hagamos seremos criticados. Ni el mismo Dios ha sido capaz de contentar a todo el mundo. 


Es difícil conocer a una persona y también que nos conozcan a nosotros. Nos engañamos fácilmente, por eso no debemos juzgar con ligereza a nadie, porque estamos lejos de conocer el porqué de su actuación. Dice Jesús: «la sabiduría se ha acreditado por sus obras». 



ACTUAR CON SABIDURÍA


Lo que hace que conozcamos a las personas son sus hechos. Jesús enseña con su palabra, pero no es solo un maestro que habla con sabiduría, sino que él es la misma Sabiduría que actúa.    


La falta de sentido común de sus contemporáneos no solo les llevó a contradecirse en los argumentos que empleaban, para justificar su mala conducta. Sino que condenan por blasfemo al mismo Hijo de Dios.


También hoy muchos de nuestros contemporáneos están convencidos de que Jesús es un Maestro admirable por su sabiduría y bondad. 


Y sin embargo caen en la contradicción de pensar que es tan solo un hombre. Pues es absurdo pensar haya una persona santa y sabia –como ha habido pocas en la historia– que esté convencida de ser Dios y muera por ese motivo, y que en realidad se engañe. Por eso no cabe otra disyuntiva: o se trata de un loco o verdaderamente es Dios. 


Se podría parafrasear el capítulo 11 de san Mateo, diciendo: «Jesús, fue un hombre integró y sabio. Al que crucificaron porque, no estando loco, afirmaba ser Dios. Hoy en día, sabemos que nadie puede decir esto, si ser un narcisista megalómano. Sin embargo en nuestro tiempo no se le hubiera condenado a muerte. Por el contrario, su doctrina sirve de inspiración a millones de personas, aunque no se declaren seguidores suyos».  



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MATEO 11


16¿A quién compararé esta generación? Se asemeja a unos niños sentados en la plaza, que gritan diciendo:


 17“Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos entonado lamentaciones, y no habéis llorado”. 


18Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: “Tiene un demonio”. 


19Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: “Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”. Pero la sabiduría se ha acreditado por sus obras». 


   

XIII. LA DESCARRIADA

 



En los primeros años de este milenio tuvo lugar un sínodo de obispos sobre el Viejo Continente. 


Al final, Juan Pablo II quiso confirmar con su firma lo que se había dicho, a través de una exhortación apostólica que llevaba por título «La Iglesia en Europa» (Ecclesia in Europa). 


En la entradilla de este documento, que trataba del viejo continente, figura este texto: «Sobre Jesucristo, vivo en su Iglesia y fuente de Esperanza para Europa». Pues al hablar de la 


esperanza debemos tener el cuenta que Jesús es el ancla donde está sujeta nuestra salvación.  Al meditar sobre la esperanza normalmente la consideramos desde el punto de vista nuestro, porque se trata de una virtud, que poseemos en cuanto que vivimos en esta tierra. Propiamente Dios no puede tener la esperanza teologal.


Sin embargo, aunque Dios no puede esperar las realidades sobrenaturales, porque ya las posee, sin embargo mucho espera de nosotros, porque nos quiere.


Es verdad los cristianos esperamos en Dios, pero también Dios espera en nosotros. El amor que nos tiene es tan grande, que busca correspondencia por nuestra parte: no posee nuestro amor, lo espera. 


En una de sus parábolas Jesús narra cómo Dios es paciente, y nos busca porque tiene esperanza en nuestro amor, aunque nos hayamos extraviado.


Según escribe san Mateo (18, 12) decía Jesús en una ocasión: «¿Qué os parece? Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en los montes y va en busca de la perdida?».



LA PERDIDA


Para un Pastor, como es nuestro Señor, la pérdida de una de sus ovejas es una auténtica tragedia. Dios además es Padre, al que le interesan nuestras cosas. Un hombre tiene preocupación cuando un hijo suyo se extravía, pero Dios no se preocupa sino que se ocupa. 

Cierto que tenemos libertad para descaminarnos, aunque también lo es que el Señor nos busca, y emplea los lazos de su amor para que volvamos, como si tuviese un hilo invisible por el que estamos unidos. 


Y si queremos alejarnos, nos los permite, pero cuando llega el tiempo propicio –y nosotros le dejamos actuar– va enrollando el carrete de su enorme caña de pescar, y poco a poco nos atrae hacia sí. 


Él conoce todas nuestras debilidades, pero también lo bueno que hay en nosotros. 


Nos conoce perfectamente, porque nos quiere. Su amor es siempre positivo, aunque vea que haya cosas que deban mejorarse. Porque la verdad es siempre positiva. Así la esperanza de un cristiano, que es sobrenatural, está anclada en el amor que Dios nos tiene. 


En cambio el optimismo es un estado de ánimo que endulza el alma, como el azúcar que envuelve a los fármacos, para que los niños tomen el jarabe de palo. 


Y como sabemos, el mucho azúcar, con el tiempo, puede generar diabetes. 


La esperanza no es como el optimismo, pues aunque humano, se basa en un estado anímico, arraigado más en lo psicosomático del hombre que en la vida espiritual de hijo de Dios. Así la esperanza de un cristiano no depende de los vaivenes de esta vida, por estar anclada en eternidad, con las amarras de la confianza en Dios. 


La esperanza hace que nos fiemos del amor que Dios nos tiene, que sale a nuestro encuentro cuando nos extraviamos. 


No es extraño que haya santos que han aconsejado frecuentar el sacramento de la penitencia, aunque no tengamos especiales pecados, pues la mejor medicina es la preventiva y, como sabemos por experiencia, para mantener nuestro hogar confortable lo más práctico es limpiar sobre limpio. 


Así nunca habrá suciedad, como es el caso de los que solo limpian cuando hace falta. 


Esto es lo más animante, que Dios nos quiere siempre. E incluso descendió del santuario del cielo al barro de la tierra, para salvarnos. Nuestro Pastor deja noventa y nueve ovejas en el redil para irse a buscar a la extraviada. 


No es que al Señor le importen más las personas díscolas, frívolas, descarriadas. 


Les interesan todas las personas, aunque  su amor de Padre le lleva a volcarse con las más necesitadas, como haría nuestros padres, que él ha creado para que también reflejen su misericordia. Todo esto es de sentido común más vale cien ovejas, que noventa y nueve. Si ya tiene a su lado las noventa y nueve, entonces va en busca de la que le falta, para que esté también con él.



LA PREVENTIVA 


Sigue Jesús, diciendo: «Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado» (Mt 18, 13).


Más alegría hay en el cielo cuando hacemos una cosa mal y nos arrepentimos, que no cuando hacemos noventa y nueve cosas bien y no necesitamos pedir perdón.


Y si en alguna ocasión permite  algún descalabro nuestro es que con esa caída conseguirá para nosotros un bien mayor, el de la humildad, que quizá nos faltaba. Porque es cierto que el poder de Dios se demuestra en que de los males saca bienes y de los grandes males grandes bienes.


Es cierto que nuestro Pastor deja a las noventa y nueve que están en el redil para buscar a la perdida: no es que le importen menos las personas fieles, pues con todas sus ovejas emplea su amor, pero la mayoría de las veces su gran amor toma la forma de misericordia «preventiva». 




LOS PEQUEÑOS 


Sabe nuestro Padre Dios (en realidad nuestro Abba, Papá)  que  algunos  de  sus  hijos somos débiles y por eso nos protege de manera especial. 


Pues así se trata a los niños, ya que «no es voluntad de vuestro Padre que está en el cielo que se pierda ni uno de estos pequeños» (Mt 18, 7). Y todos somos pequeños ante él. Todas las ovejas están necesitadas del pastor, tanto la que se pierde como los que se quedan. 


A la gran mayoría las deja en el redil, para «prevenir» que se descarriaran. En realidad todas las ovejas son iguales de débiles. 


Si el Pastor pensase que son mejores las noventa y nueve, las hubiera dejado pastando y no en un cercado que las protegiera de los adversarios. 


Sabemos que Satanás ronda como un león, buscando a quien devorar. Nosotros de algún adversario o de su propio extravío. 


A veces somos los que nos distraemos olisqueando, distraídos, como si estuviéramos en una segunda adolescencia.


Nosotros estamos en el redil de la Iglesia, no porque seamos mejores que otras personas, sino  porque  somos  unos  necesitados. En los hospitales no están los sanos sino los que necesitan ayuda. 


La Iglesia es como un hospital donde vamos a que nos curen, a que nos escuchen, a que nos alimenten, a que nos protejan. Para eso nos encontramos en esta Clínica. 


También hay otras personas, que necesitarían asistencia, pero se encuentran en la calle. Dios quiere que ingresen para ocuparse de ellos.


Ya llegará el tiempo de que nos den de alta.  Nuestro Médico nos dirá: «Te puedes marchar». O nos hemos curado o, por el contrario, no se puede hacer nada por nosotros. 


Una de esas dos cosas. Pero nos darán el «alta»: ya nos podemos ir para «arriba», nunca mejor dicho.  


A nuestra Madre podremos llamarla enfermera. Quizá le cuadra mejor el título de Pastora, como le llaman en el Rocío.


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MATEO 7


12¿Qué os parece? Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en los montes y va en busca de la perdida? 13Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. 14Igualmente, no es voluntad de vuestro Padre que está en el cielo que se pierda ni uno de estos pequeños.

   

XII. LOS LOBOS



Según nos cuenta el evangelio de san Mateo (7, 15), decía Jesús en su predicación: «Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces». 


PROFETAS FALSOS 

Esto es así porque, a veces las apariencias engañan. La buena educación, o simplemente la hipocresía, hace que uno actúe disimulando lo que  piensa. Jesús nos previene de que tengamos cuidado con «los profetas falsos», personas que pretenden hablarnos en nombre de Dios, aunque en realidad buscan su propio provecho:  material  o  el  de  su ego. Sin duda hay lobos con piel de oveja y también mansos corderos con abrigo de lobo. 



Es difícil conocer a una persona. Nuestro Señor nos da la solución para acertar: «Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Así, todo árbol sano da frutos buenos; pero el árbol dañado da frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis» (Mt 7, 16-19). 


Las palabras pueden ser dulces e incluso halagadoras, pero nos hemos de fiar sobre todo de las acciones. 


Aunque pecadores somos todos, un hombre bueno no puede actuar mal habitualmente. 


Y también es verdad que hasta el más depravado hará alguna cosa buena de vez en cuando. Sin embargo lo normal es que el lobo se coma a las ovejas, y que estas sean mansas.


Lo importante es que el aprendiz de santo comience por ser una buena persona, no por el hecho de rezar oraciones y cumplir preceptos un fariseo se hace bueno. 


Aunque si no realizase esas prácticas, quizá sería peor. Pero si un seguidor de Jesús no se caracteriza por actuar bien con sus allegados, eso quiere decir que le falta lo fundamental, el amor. Como es lógico tendrá toda su vida para cambiar y dar el verdadero fruto, no el de la apariencia. 


Por eso Jesús no dice que seamos jueces de esas personas, sino que miremos los resultados de su actuación, pues «un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos» (Mt 7, 18).



REZAR Y HACER

Y sigue diciendo Jesús: «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Aquel día muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”. Entonces yo les declararé: “Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad”» (Mt 7, 21-23). 


Un hombre que actúa mal quizá puede utilizar  de  tapadera  su vida de piedad, como la historia reciente nos enseña de algún espía corrupto, que no solo engañó a su país sino a su propia familia. Para muchos era un hombre de fiar porque era religioso. La verdad se sabría más tarde, pues al final todo se sabe, y ese pobre hombre, condenado a cadena perpetua, terminó suicidándose en la cárcel.


No hay que llegar a esos extremos de doble vida, porque la nuestra no será nada espectacular: todos las pequeñas estructuras corruptas que tengamos no podemos rociarlas con agua bendita. Habrá que desarraigarlas. Lo nuestro es que lo que recemos transforme nuestra vida, no que tape nuestra mala vida.


Si un automóvil tiene un motor prodigioso pero no marcha, habrá que preguntarse por la transmisión. Si nuestra oración no da fruto es que algo falla. Ciertamente no habrá que dejar la oración; tampoco tranquilizarse con ella, como si las prácticas religiosas fuesen un opiáceo tranquilizador. Debemos preguntarnos por los frutos de nuestra oración y de nuestra piedad. Por si nos hacen más intransigentes con los otros o más humanos. Porque Jesús no nos reconocerá como suyos si no hacemos su voluntad por mucho que le hayamos dicho: Señor, Señor (cf.Mt 7, 21-23). Ciertamente nuestro trato con Dios no debería ser un trato solo afectivo sino efectivo. Porque de lo contrario nuestro edificio espiritual estaría edificado sobre arena.



EDIFICAR SOBRE ROCA

Nuestro Señor termina diciendo: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca» (Mt 25). 


Uno puede edificar su edificio espiritual sobre el sentimiento, la racionalidad, los valores o las virtudes. Todo eso puede convertirse en elementos de construcción.


Caerá la lluvia, se desbordaran los ríos, soplaran los vientos y romperán contra la casa y se derrumbará, porque no estuvo edificada sobre roca, sino sobre arena (cf. M 7, 24-27).


Nuestra Roca es Cristo, esta es la voluntad de Dios: que escuchemos a su Hijo, que es su Palabra, y no tiene otra. Porque la fe cristiana consiste  en  aceptar  a  una  persona,  no  a un sistema de valores. Todavía recuerdo lo que una persona me dijo en una ocasión: –He observado que en su predicación usted habla mucho de Jesucristo. 


La verdad que me quedé un poco desconcertado con esta apreciación. Pero me ayudó, porque lo que quería decirme es que no hablaba de una serie de temas: la fraternidad, el espíritu de trabajo, la alegría, la castidad… Sino que más bien hablaba de Jesús. Y entonces me dije a mí mismo: vas por buen camino. Porque la fe cristiana consiste en aceptar a una Persona, no a un sistema de valores. 


Nuestra Roca es Cristo. Ni los valores que predicó ni las obras de Jesús son importantes en cuanto tales, sino que son importantes porque proceden de su Persona. Puede ser que otros hombre hayan dicho cosas muy similares, e incluso hayan hecho hazañas igual de portentosas como Jesús predijo. Aunque ellos no son nuestro modelo.Y edificar sobre las enseñanzas de un hombre o seguir ese ejemplo sería como edificar sobre arena


Si esos hechos no provinieran de Jesús, no serían transcendentes, porque solo sería de un puro hombre, pero no de Dios encarnado, que quiere hablarnos.


Además no estamos ante una Persona que solamente pronuncia su palabra; sino que él se identifica con su palabra, no es como los falsos pastores, que una cosa es lo que dicen y otra lo que hacen.


Más tarde o más temprano los que edifican su edificio espiritual sobre las instituciones humanas se derrumbarán. 


Porque los cristianos no creemos por la Curia vaticana o por alguna otra estructura eclesial, por muy perfecta que sea. 


Nuestra Roca es Cristo, cabeza de la Iglesia, formada por clérigos, pero sobre todo por santos, muchos de ellos laicos, padres de familia, que nos han transmitido la fe que ellos recibieron: en nuestra familia cristiana aprendimos a llamar a Dios con el nombre de Padre, como nos enseñó Jesús. Porque para nosotros la Roca es él. Si le seguimos nunca nos sentiremos defraudados, por mucha Dana espiritual que nos sobrevenga.


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MATEO 7


15Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. 16Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? 17Así, todo árbol sano da frutos buenos; pero el árbol dañado da frutos malos. 18Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. 19El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. 20Es decir, que por sus frutos los conoceréis. 21No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. 22Aquel día muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”. 23Entonces yo les declararé: “Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad”. 24El que escucha estas 

palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. 25Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. 26El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. 27Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande».

   

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